(Cristian Olivera | Para diario Tribuna | 04/07/2014) - A los 96 años, el prestigioso ministro de la Suprema Corte de Justicia, Carlos Fayt, en una entrevista para el diario La Nación, contó que cuando tenía 21 y precozmente se había recibido de abogado y acababa de publicar su primer libro, Por una nueva Argentina, se dirigió a un puesto radical a afiliarse. Allí lo recibió un hombre en un cuarto con poca iluminación que le puso una mano en el hombro y le dijo: “Hijo, ¿qué querés?, ¿una decena de lotería para tu familia?”. Fayt recordó que lo miró y le dijo: “No, señor. Me equivoqué”, e inmediatamente lanzó una reflexión: “Jamás pensé que me podían ofrecer la esperanza de una decena de lotería por incorporarme a un partido.”
77 años después nos toca asistir, por primera vez en nuestra historia democrática, al procesamiento de un vicepresidente mientras está en el ejercicio de su cargo, acusado de corrupción. Aunque aún falta el juicio, el juez tiene indicios de que se valió de testaferros para quedarse con el 70 por ciento de las acciones de una imprenta privada que fabrica papel moneda.
Ambos ejemplos marcan la enorme desproporción entre las dos miradas que parece haber sobre la política. Una política que en la concepción del poder sin límite se aleja de la moral, y otra al servicio de la comunidad, donde prevalecen los valores.
El cambio hacia una humanización en la moral de los que están en el poder es algo que la nueva coyuntura no debería desaprovechar si es que finalmente podemos entrever que se hace justicia. Las sospechas sobre actos de corrupción son tantas, que son tomadas con naturalidad y eso es algo que no pasa en otros países, donde se observan castigos y sino el temido repudio social. En Japón, el ministro de Agricultura, Toshikatsu Matsuoka, se suicidó tras verse envuelto en un escándalo por una supuesta malversación de fondos públicos. La vergüenza no le permitió seguir mirando a la cara de sus semejantes, es que allí la moral claramente moldea la conducta.
¿Cómo se puede explicar el caso del auto de alta gama de Ricardo Jaime, que utilizaba su mujer? se descubrió que estaba a nombre de un indigente que confesó que había aceptado un sobre con 3000 pesos a cambio de firmar unos papeles. Con ese dinero puso el machimbre y compró un calefón porque su hija de dos años sufría el frío en la casilla con piso de tierra. Se enteró de que había hecho algo ilegal cuando fue a la comisaría a pedir un certificado de residencia para conseguir trabajo, y quedó detenido. Hoy está procesado y Jaime jamás estuvo preso.
Es como si la justicia midiera de manera diferente, y así esos vicios se trasladan de arriba para abajo. Entonces, vemos que llegan al orden local contaminaciones arrastradas de un modo de entender los manejos de poder.
Aquí en Madariaga pudo advertirse esta manera de juzgar con distinta vara cuando se oyó el decreto que sancionó a Santoro. Los errores existieron pero fue un decreto tan excesivo y con tantos visos de resentimiento que bien podría haberse escrito antes del veredicto de la Comisión Investigadora, porque no estaban manifestados allí solo los resultados objetivos de los análisis sino el sentimiento de los redactores. Algo muy lejano a la idea de una justicia legítima e igual para todos. Parece haber una vara distinta para medir los actos de quienes están en el poder contrastados con el resto. Creer que vale todo, sin ver que les mancha el mismo juicio que imponen a los otros.
El Papa Francisco no es indiferente y esta semana expresó que “el problema de hoy es que la política está desacreditada, devastada por la corrupción”, también aseguró que “si no hay servicio en la base, no se puede entender la identidad de la política”. Una realidad mundial con clara referencia a la Argentina.
Hay una enorme distancia entre aquel muchacho que no aceptó un billete de lotería a cambio de afiliarse a un partido y éstos que hoy se adueñaron de una imprenta. Una distancia entre investigar y sancionar que condenar y agredir.
Es necesario diluir el valor moral diferente que hay entre los que están en el poder y la mayoría de los ciudadanos. La idea es que la vara sea igual, para todos, que el político sea humano y que el poder no sea de unos en perjuicio de otros, sino una herramienta que dé más responsabilidades que derechos a quienes lo posean.
Si se logra humanizar la política dotándola de la misma moral que se exige al pueblo, se habrá dado un gran paso hacia la prosperidad del conjunto, y veremos un pueblo que avanza unido y sostenido en esperanzadores liderazgos.
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