(Cristian Olivera | Para diario Tribuna | 13/06/2014) - El paso por la administración pública es circunstancial, no habría que olvidarlo.
Después de un tiempo hay que volver a casa y a los mismos lugares de siempre. Actuar como dueños del Estado y no reconocerse como circunstanciales administradores, es perjudicial para todos mientras se transita el mandato, pero lo es más para el político cuando tiene que volver.
Para ilustrar, por ejemplo, según relata el diario Perfil, el juez Ariel Lijo luego de la indagatoria al Vicepresidente sintió, por un lado, la presión del momento histórico con el conocimiento de la gravedad institucional que significaba; pero por otro, lo ayudó el aliento de la gente que no dejó de resaltar su accionar en busca de la verdad sobre un hecho de corrupción que se ubica en el pináculo del hastío de la sociedad argentina.
A la madre del magistrado la aplauden cuando va a hacer los mandados, al igual que a su chofer y custodio. Pero el hecho que le demostró la verdadera magnitud de lo que había realizado, fue cuando se dirigió a retirar a su hija de la escuela y allí, en la puerta del establecimiento, delante de todos, el padre de una compañera se acercó y lo abrazó con mucha fuerza por un largo rato. Un abrazo que significó muchas cosas: desde la vieja impotencia hasta la nueva esperanza.
La contracara es Amado Boudou que, desde varios meses antes de la indagatoria, debe andar con un cerrojo de seguridad tan fuerte que ha perdido toda independencia. Solo va de su casa a la oficina y viceversa, los dos únicos lugares donde suele pasar las 24 horas del día cuando se encuentra en el país. Las salidas que le gustan a los caros restaurantes de Puerto Madero y los lujosos hoteles de la Recoleta son parte de sus recuerdos. Es que la reacción social es inmediata cuando se muestra en público, sobre todo, cuentan, en los sitios que frecuenta la clase alta argentina, a los que era muy afecto. En los hechos es un prisionero hace tiempo, desde que se convirtió en el político con peor imagen de la Argentina.
El problema comienza cuando los dirigentes, en todos los niveles incluyendo el local, entienden el poder como la facultad de imponer su voluntad sin ningún tipo de límite, y deciden como si todo fuera parte de un negocio particular, cuando es el resultado de un proceso democrático en el que se les asigna una responsabilidad. No es un premio, ni un cheque en blanco.
No hay que olvidar que cuando el cargo termina, deben volver a casa.
Por esa razón no deberían perder el diálogo con la comunidad, aislar sus oficinas del acceso al público, ejercer presión sobre los medios para evitar los comentarios negativos en lugar de corregir los errores.
Se olvidan que el poder es circunstancial y se cargan de palabras con un tono peligrosamente beligerante, se olvidan que deben rendir cuentas, apuestan a la división y no al consenso y utilizan los bienes del estado como propios.
Cuando el plan de permanecer en el poder obnubila, se reemplaza el objetivo de trabajar por el crecimiento de la ciudad, y empiezan las mentiras que sencillamente alejan al político de la gente.
El enorme contraste entre el juicio público sobre el mal desempeño de un funcionario al punto de dificultarle disfrutar de momentos de su vida privada, y el abrazo interminable de aquel hombre anónimo, ya no al juez que emblemáticamente enfrentó la corrupción sino al ser humano que le devolvió la esperanza, ponen en evidencia el cansancio de la sociedad para con sus representantes cuando eligen un camino diferente al prometido en el momento de ganarse esas representaciones.
Ya no se trata solo de que terminado el mandato deberán volver a casa, sino que si durante el trascurso del mismo han olvidado de donde provienen, tarde o temprano se los harán saber. Habrán perdido el valor más importante que tiene un ser humano: sentirse apreciado.
Ese abrazo, cargado de la impotencia ante los abusos de poder y de las angustias ante las injusticias provenientes de quienes fueron elegidos para evitarlas, es también un elemento simbólico que llena de esperanza porque así como una vez la frase común fue “que se vayan todos”, hoy el deseo parece ser que aparezcan políticos que cuando salgan a la calle de su oficina, se hagan acreedores de manifestaciones de afecto que están ilusionadamente contenidas. Ya no aquellos que destaquen sobre la tarima, sino los que posean un corazón tan grande como el abrazo que los espera cuando dejen la función.
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